Así como el sistema educativo hace años no se renueva, de la misma forma la idea de la escena en ciertos sectores de la población tampoco. Mala combinación.
El estudio de la escena, desde muchos años atrás, carece de un método. Al parecer, acorde a esta visión, todo aparece de la nada. Las obras son vistas como entes aislados.
Lo más común para el abordaje de la historia del teatro nace esquemáticamente bajo el criterio de obras y autores, rara vez se contextualiza en un espacio, una cultura.
Lo peor es cuando pareciera estar desconectado del resto de los acontecimientos. La idealización total. El autor cuasi divino. La obra ideal.
Si a esto agregamos la idea del arte como panacea virtuosa, la terapia ocupacional, la bondadosa entrega al mundo, todo, menos un trabajo socialmente remunerado, entramos en la conflictiva de los nombres.
La sociedad avanza. Con ella las necesidades se incrementan. Pareciera la educación estar al margen del resto. Requerimos de especialistas, ya lo hemos comentado en diversas ocasiones.
Es urgente la especialización en sociología cultural. Los egresados se lanzan a los umbrales de la política. Algo está fallando. Quien estudia teatro, en realidad estudia técnicas de actuación.
Ante ésta situación y la necesidad de presencia social vienen los cambios de nombre por uno de apariencia extranjera. Luego, sin comprender, el momento histórico de obra y autor, se va al montaje de quien más viste.
Y esto no es un problema sólo de México. Sino de toda la América. Cuba, por ejemplo, con su cultura africana, escuchamos música, la cuál vino a sembrar un semillero estilístico, leemos la fuerza de una voz en la poesía: Nicolás Guillen, pero, viene un largo silencio cuando mencionamos teatro.
Somos en función de nosotros, de lo que deseamos que el otro piense, mostramos una cara. Jugamos con eso, nos convertimos en personaje (persona) o somos simplemente gente. Conciente o inconciente, lo lúdico de la vida.
Es una búsqueda de caretas. Somos tóxicos en la pretensión de querer una atención. Representamos así un conflicto de identidad. Queremos ser Shakespeare, posiblemente Moliere, y nos ensamblamos un nombre.
Conflicto de identidad, sí, en donde el arte no nos salva, nos hace más públicos en una sociedad buscadora de modelos. Nos asusta saber del otro diferente al estándar cotidiano. Quisiéramos ser el otro, pero al no conseguirlo nos entran las fobias.
Las redes sociales están llenas de opinólogia sin la mínima base teórica. Nos da miedo pensar, nos da miedo salir de nuestro cascarón. Estudiar el contenido de los mensajes mediáticos debiera ser materia de estudio para los sociólogos, los psicólogos, los comunicólogos, los lingüistas.
No sólo nos da miedo pensar, nos da miedo el cambio, nos da miedo la teatralidad de nuestras vidas, el vernos reflejados en nuestra conciencia, en nuestra gente, en quien crea personajes.
Estos días, en donde la cotidianeidad fue otra, dejó salir nuestra carencia. Iniciando con nuestra ignorancia hacia lo tecnológico. Los contenidos educativos reflejaron su obsolescencia al descubierto. Nos desnudaron.
El estudio de la escena, desde muchos años atrás, carece de un método. Al parecer, acorde a esta visión, todo aparece de la nada. Las obras son vistas como entes aislados.
Lo más común para el abordaje de la historia del teatro nace esquemáticamente bajo el criterio de obras y autores, rara vez se contextualiza en un espacio, una cultura.
Lo peor es cuando pareciera estar desconectado del resto de los acontecimientos. La idealización total. El autor cuasi divino. La obra ideal.
Si a esto agregamos la idea del arte como panacea virtuosa, la terapia ocupacional, la bondadosa entrega al mundo, todo, menos un trabajo socialmente remunerado, entramos en la conflictiva de los nombres.
La sociedad avanza. Con ella las necesidades se incrementan. Pareciera la educación estar al margen del resto. Requerimos de especialistas, ya lo hemos comentado en diversas ocasiones.
Es urgente la especialización en sociología cultural. Los egresados se lanzan a los umbrales de la política. Algo está fallando. Quien estudia teatro, en realidad estudia técnicas de actuación.
Ante ésta situación y la necesidad de presencia social vienen los cambios de nombre por uno de apariencia extranjera. Luego, sin comprender, el momento histórico de obra y autor, se va al montaje de quien más viste.
Y esto no es un problema sólo de México. Sino de toda la América. Cuba, por ejemplo, con su cultura africana, escuchamos música, la cuál vino a sembrar un semillero estilístico, leemos la fuerza de una voz en la poesía: Nicolás Guillen, pero, viene un largo silencio cuando mencionamos teatro.
Somos en función de nosotros, de lo que deseamos que el otro piense, mostramos una cara. Jugamos con eso, nos convertimos en personaje (persona) o somos simplemente gente. Conciente o inconciente, lo lúdico de la vida.
Es una búsqueda de caretas. Somos tóxicos en la pretensión de querer una atención. Representamos así un conflicto de identidad. Queremos ser Shakespeare, posiblemente Moliere, y nos ensamblamos un nombre.
Conflicto de identidad, sí, en donde el arte no nos salva, nos hace más públicos en una sociedad buscadora de modelos. Nos asusta saber del otro diferente al estándar cotidiano. Quisiéramos ser el otro, pero al no conseguirlo nos entran las fobias.
Las redes sociales están llenas de opinólogia sin la mínima base teórica. Nos da miedo pensar, nos da miedo salir de nuestro cascarón. Estudiar el contenido de los mensajes mediáticos debiera ser materia de estudio para los sociólogos, los psicólogos, los comunicólogos, los lingüistas.
No sólo nos da miedo pensar, nos da miedo el cambio, nos da miedo la teatralidad de nuestras vidas, el vernos reflejados en nuestra conciencia, en nuestra gente, en quien crea personajes.
Estos días, en donde la cotidianeidad fue otra, dejó salir nuestra carencia. Iniciando con nuestra ignorancia hacia lo tecnológico. Los contenidos educativos reflejaron su obsolescencia al descubierto. Nos desnudaron.
Dramaturgo, escritor, director, actor y docente.
Miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte. Autor de numerosos libros de poesía, teatro, narrativa y ensayo.
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