Por José Ruiz Mercado
Y sí, hablemos de la música hasta repetirnos, hasta cansarnos si acaso es motivo de cansancio escuchar una y otra vez a Wagner. Adentrémonos a esa peculiar estructura de voces en sus diversos instrumentos de la escena.
Richard Wagner con su multiplicidad de lecturas. Su legado a quienes le continuaron. Wagner con sus aportaciones al Jazz, al rock, a las etnias; no por nada fue el pilar del Romanticismo en sus estructuras nacionalistas.
Tanto Nietzsche como Wagner hicieron sus aportaciones valiosas, tanto al mundo de la música como al teatro. Ambos contribuyeron a la revisión de la estética clásica para llegar a generar la nueva propuesta, la cual contribuyó, en el territorio de la teatralidad, al movimiento contrario al realismo idealista.
La música obtiene la categoría de personaje, tanto en el cine como en el teatro; en el cine, Arthur Hoérée, desde 1949, resumió en tres grandes funciones la intervención de la música, nos dice Jean-Remy Julien (musicólogo de la Universidad de Lumière, Lyons) en la revista número 4: Vibrations, de 1987, publicada en Toulouse, Francia: Défense et Illustration des Fonctions de la Musique de Film (Págs. 28/41):
“Aborda las apariencias de la proyección, limita el campo de la percepción, neutraliza perturbaciones en su función de continuidad; enriquece el filme sustancialmente en la sensación de las imágenes acentuando el ritmo; propone la estética”
La música emblemática contiene, a la manera de la tradición wagneriana, los campos semánticos referentes a la continuidad temática, su ritmo, la estética, de aquí la importancia de la función sociológica,
En el teatro sucede algo similar. Con la enorme diferencia del ritmo actoral, de la disponibilidad del trabajo escénico, de la afinidad con el público, pero sobre todo, con la estética de la obra.
Pocas veces se tiene, en nuestros días, la posibilidad de una obra fundamentada en la música. Ahí donde la estructura musical es otro personaje, riqueza implícita no vista ni en la ópera verista. De nuevo Wagner, su propuesta escénica.
La riqueza de la obra de los poetas contrarias a los postulados del realismo, contrarias a la tradición temática, a los postulados positivistas del análisis meramente estructural, nos permiten llegar a la revisión de los ritmos.
De entrada aparenta una contradicción metodológica. Siempre y cuando no nos quedemos en lo estrictamente temático. Shakespeare no se merece ser minimizado a una cursi historia de amor adolescente, ni un personaje del lumpen proletariado habla a partir de un lenguaje altisonante. He aquí el fallo del positivismo.
Una obra responde a un estilo. Por lo tanto a un momento histórico, tanto individual como colectivo; por lo mismo, el autor se convierte en un lector de su tiempo; de la calidad de esa lectura depende su permanencia. Su inmersión social. Y digo su permanencia, no en los escenarios, eso va a depender del juego mediático a la hora de su montaje, sino a las múltiples lecturas hechas a la obra por lo grupos que la trasmitan.
Responde a un estilo en su cualidad estética. La lectura filosófica dada su conceptualización como objeto de estudio. De nuevo las diversas interpretaciones, como todo concepto. La “cosa” como tal en su mera forma. Lo esencial de eso a lo cual algunas corrientes filosóficas llaman la Cosidad.
La objetividad, es decir su finalidad, lo finito, el término. Factor en el cual se determina a sí mismo el positivismo y sus derivadas funcionalistas fundamentas en un practicismo economicista. Aquí el fallo de las corrientes sociales del liberalismo económico y las políticas públicas emanadas bajo este concepto.
Una obra es un todo. La falla en alguno de estos conceptos llevará, posiblemente a un éxito de taquilla. Muy bueno, sí, pero jamás a una obra de arte. Lo ideal es el todo cualitativo y cuantitativo. La profesionalización.
Y sí, hablemos de la música hasta repetirnos, hasta cansarnos si acaso es motivo de cansancio escuchar una y otra vez a Wagner. Adentrémonos a esa peculiar estructura de voces en sus diversos instrumentos de la escena.
Richard Wagner con su multiplicidad de lecturas. Su legado a quienes le continuaron. Wagner con sus aportaciones al Jazz, al rock, a las etnias; no por nada fue el pilar del Romanticismo en sus estructuras nacionalistas.
Tanto Nietzsche como Wagner hicieron sus aportaciones valiosas, tanto al mundo de la música como al teatro. Ambos contribuyeron a la revisión de la estética clásica para llegar a generar la nueva propuesta, la cual contribuyó, en el territorio de la teatralidad, al movimiento contrario al realismo idealista.
La música obtiene la categoría de personaje, tanto en el cine como en el teatro; en el cine, Arthur Hoérée, desde 1949, resumió en tres grandes funciones la intervención de la música, nos dice Jean-Remy Julien (musicólogo de la Universidad de Lumière, Lyons) en la revista número 4: Vibrations, de 1987, publicada en Toulouse, Francia: Défense et Illustration des Fonctions de la Musique de Film (Págs. 28/41):
“Aborda las apariencias de la proyección, limita el campo de la percepción, neutraliza perturbaciones en su función de continuidad; enriquece el filme sustancialmente en la sensación de las imágenes acentuando el ritmo; propone la estética”
La música emblemática contiene, a la manera de la tradición wagneriana, los campos semánticos referentes a la continuidad temática, su ritmo, la estética, de aquí la importancia de la función sociológica,
En el teatro sucede algo similar. Con la enorme diferencia del ritmo actoral, de la disponibilidad del trabajo escénico, de la afinidad con el público, pero sobre todo, con la estética de la obra.
Pocas veces se tiene, en nuestros días, la posibilidad de una obra fundamentada en la música. Ahí donde la estructura musical es otro personaje, riqueza implícita no vista ni en la ópera verista. De nuevo Wagner, su propuesta escénica.
La riqueza de la obra de los poetas contrarias a los postulados del realismo, contrarias a la tradición temática, a los postulados positivistas del análisis meramente estructural, nos permiten llegar a la revisión de los ritmos.
De entrada aparenta una contradicción metodológica. Siempre y cuando no nos quedemos en lo estrictamente temático. Shakespeare no se merece ser minimizado a una cursi historia de amor adolescente, ni un personaje del lumpen proletariado habla a partir de un lenguaje altisonante. He aquí el fallo del positivismo.
Una obra responde a un estilo. Por lo tanto a un momento histórico, tanto individual como colectivo; por lo mismo, el autor se convierte en un lector de su tiempo; de la calidad de esa lectura depende su permanencia. Su inmersión social. Y digo su permanencia, no en los escenarios, eso va a depender del juego mediático a la hora de su montaje, sino a las múltiples lecturas hechas a la obra por lo grupos que la trasmitan.
Responde a un estilo en su cualidad estética. La lectura filosófica dada su conceptualización como objeto de estudio. De nuevo las diversas interpretaciones, como todo concepto. La “cosa” como tal en su mera forma. Lo esencial de eso a lo cual algunas corrientes filosóficas llaman la Cosidad.
La objetividad, es decir su finalidad, lo finito, el término. Factor en el cual se determina a sí mismo el positivismo y sus derivadas funcionalistas fundamentas en un practicismo economicista. Aquí el fallo de las corrientes sociales del liberalismo económico y las políticas públicas emanadas bajo este concepto.
Una obra es un todo. La falla en alguno de estos conceptos llevará, posiblemente a un éxito de taquilla. Muy bueno, sí, pero jamás a una obra de arte. Lo ideal es el todo cualitativo y cuantitativo. La profesionalización.
Dramaturgo, escritor, director, actor y docente.
Miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte. Autor de numerosos libros de poesía, teatro, narrativa y ensayo.
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